La filosofía como terapia:
Pensar mejor para vivir mejor.
El ser humano es un animal filósofo por naturaleza. Todo el mundo tiene un punto de vista sobre las cosas, cualquiera que sea; una percepción y una interpretación personal sobre la misma -aunque esa interpretación sea en gran parte una mera manifestación de la cultura colectiva.
La filosofía en sí misma no es algo bueno o malo. Enriquece nuestros recursos para sobrevivir, o por el contrario, los minimiza, de acuerdo al uso que hagamos de ella.
La filosofía, como fruto del pensamiento, puede ser una fuente de propuestas y alternativas para hacer frente a los conflictos, pero también puede ser el origen mismo de los conflictos que padecemos. Por eso es importante analizar cuidadosamente nuestras ideas, opiniones y puntos de vista, para articular un sistema de valores que nos resulte beneficioso, tanto personalmente como en lo que al entorno se refiere. No olvidemos que formamos parte de una red de relaciones en la que todo afecta o acabará afectando de alguna manera a todos y cada uno de sus miembros.
Consciencia, voluntad y práctica.
La buena noticia es que cada persona, individualmente, tiene el poder para estructurar este código de valores, una filosofía positiva y saludable, así como borrar de la lista tendencias y actitudes que considere nocivas o generadoras de conflicto. Lo que hoy parece imposible mañana no lo será. Sólo requiere tomar consciencia , en primer lugar, voluntad (de cambiar o bien reafirmar valores) y práctica .
El comportamiento crea surcos en el camino, cada vez más profundos, que favorecen la inercia posterior para repetir la misma conducta. Si nos permitimos actuar, hablar e incluso pensar en términos de la clásica dualidad "si tú ganas yo pierdo", por ejemplo, nos estamos condenando a una conducta automática en la que cualquier buena noticia ajena nos sonará como una amenaza dolorosa, más amenaza y más dolorosa cuanto más cercana sea la relación. Nada rentable, por cierto, en términos de salud -y por supuesto nada rentable en términos de convivencia o comunidad.
No son problemas, son oportunidades de crecimiento.
Los conflictos, por pequeños que sean (mejor empezar a practicar en los conflictos más pequeños antes de que el resentimiento y el dolor acumulado nos ciegue y nos llene de autojustificaciones y negaciones difíciles de superar), nos ofrecen la oportunidad de revisar nuestras creencias, nuestras actitudes y nuestra inercia emocional. Identificarlas, revisarlas y sustituir las que nos resultan nocivas. Y sobre todo, reafirmar las que generan paz interior, armonía, generosidad y finalmente relajación. Todo el mundo sabe que las tensiones (o el estrés) constituyen la gran causa de enfermedad, por los bloqueos fisiológicos que producen en nuestro organismo.
La envidia o la posesividad no son actitudes que generan tranquilidad, sino todo lo contrario. Querer controlar a otra persona nos aliena de nuestra propia vida y nos resta libertad (y si no estamos viviendo nuestra vida no estamos viviendo ninguna, error fatal).
La convicción de pertenencia (a la red universal en uúltima instancia), de formar equipo o de que "vamos en el mismo barco" (ya sea en familia, con tu pareja, en la escuela, en el trabajo, en tu comunidad, en el barrio, la ciudad, el planeta), suele resultar positiva y beneficiosa.
La aceptación de que la vida está llena de fluctuaciones ("no hay mal que cien años dure"), que una mala racha va seguida de otra mejor, es una actitud que puede resultar positiva y beneficiosa.
Por otra parte, ¿quién no ha soportado en algún momento la sensación de estar atravesando "una mala racha" para descubrir más adelante que gracias a eso se le abrieron nuevas oportunidades y mejores?
La respuesta está en el tiempo, siempre, y sólo el tiempo posee la garantía de etiquetar y clasificar los acontecimientos correctamente.
Sólo importa de verdad lo que nadie ni nada puede quitarnos.
Y por último, no va a hacernos daño aceptar lo "malo" y lo "bueno" como caras de una misma moneda, la moneda de la vida.
En medio de una enfermedad es cuando valoramos mejor la salud; tras una época de apuros económicos saboreamos mucho más profundamente los pequeños regalos que luego nos podemos permitir. Has perdido tu coche y descubres que puedes subir a la escuela de tu hija caminando (lo que aporta a tu rutina diaria hora y media de paseo oxigenante, tonifica tus músculos y calcifica tus huesos, además de ofrecerte la oportunidad para la relajación y la meditación), o recuerdas que los transportes públicos son rápidos y que se vive bien sin problemas de atascos y aparcamientos.
Resulta tremendamente liberador descubrir la montaña de cosas que no necesitamos, tras la pérdida de un trabajo, aunque en principio nos llenara de frustración y de miedo a no tener nada, a no ser nadie. Resulta liberador descubrir que no somos lo que hacemos, sino lo que somos, y eso sí está en nuestra mano.
No existe día sin noche y no renaces a una nueva vida si no has tocado fondo y has dejado atrás la vida que ya no puedes vivir. Todo forma parte del fluir universal y resulta sano y muy pragmático (y muy saludable) tener la capacidad de observarlo como anécdotas que transcurren en nuestra vida, pero sin capacidad de robarnos la sonrisa (que el mundo que nos rodea se merece), la alegría y la energía para seguir adelante.
En última instancia, las mayores pérdidas de la vida nos sirven, como mínimo, para comprender que nunca, nada, es absolutamente necesario, si aún puedes seguir respirando.